Filosofía

No se prefiere a la razón porque sea lo contrario de la fe

Ante Dios no hay sino reglas, en realidad una sola regla
y ninguna excepción. Pero como no conocemos la regla
suprema, inventamos reglas generales que no lo son, y hasta
es posible que lo que llamamos reglas puedan ser,
para seres finitos, excepciones.
G. Ch. Lichtenberg

La Ilustración ha sido, y continúa siendo, un movimiento rico, versátil y tan complejo como su sucesor y, hasta cierto punto, adversario, el Romanticismo. Está fechado y situado, documentado y cartografiado centenares de veces, pero eso no equivale a declarar cerrado su expediente. En su carácter de desafío –el sapere aude kantiano–, no cuesta trabajo admitirlo como proyecto infinitamente renovable. Se advertirá que, con frecuencia, sus defensores y panegiristas aparecen como los más necesitados de Ilustración; frente a ellos, los críticos, si no profesan abiertamente la regresión a las tinieblas –no a las cavernas– de la razón, han sido a su pesar acérrimos propulsores. Ahora, hablar de Ilustración en un país donde de eso sólo de oídas se sabe promete ser realmente ingrato. Con todo, aceptemos el envite. Diré para empezar, a manera de tesis programática, que, en la Ilustración, hablando en general, no se prefiere a la razón porque sea lo contrario de la fe; más bien ésta se deposita en aquélla: la fe no desaparece, lo que hace es invertirse (como se invierte un capital). Por lo demás, esta razón es netamente filosófica. Su medio –su “atmósfera”, dice Ernst Cassirer, atendiendo una indicación de D’Alembert– no es la ciencia, atada a lo particular y al interés práctico, sino la filosofía: a saber, menos un sistema doctrinal que un suelo fértil y un cielo despejado en los que todos los problemas heredados reciben nuevos y más eficientes tratamientos: “De hecho”, anota el filósofo, en concordancia con el Hegel de la Fenomenología del espíritu, “el sentido fundamental y el empeño esencial de la filosofía de la Ilustración no se reducen a acompañar a la vida y a captarla en el espejo de la reflexión. Antes bien, cree en la espontaneidad radical del pensamiento; no le asigna un trabajo de mera copia, sino que le reconoce la fuerza y le asigna la misión de conformar la vida. No se ha de contentar con articular y poner en orden, sino para mostrar en el acto mismo de la verificación su propia realidad y verdad” (Cassirer, 1997: 12). En definitiva, la razón paga más; pero ¿qué es lo que está buscando la fe, que se desplaza de las verdades reveladas a las verdades trabajosa y metódicamente descubiertas por la razón? Naturalmente, la salvación. Esta búsqueda permite reconocer los contornos, siempre fluidos y pedregosos, de todo el movimiento. Un movimiento “de hilandera”, sugiere Cassirer: se entrelazan miles de hebras, pero siguiendo un diseño prefabricado que nunca se pierde de vista. Éste no podría ser otro que el proyecto de emancipación de la razón misma, por el cual se combate no sin encarnizamiento en todos los frentes. Se combate, se discute, se cuestiona todo, y con especial entusiasmo: se ha producido “una efervescencia general de los espíritus” que se planta ante el mundo con una “fresca alegría” y una “virginal osadía”; pero si algo le interesa al pensamiento ilustrado es su propia existencia y los límites de su poder. ¿Hasta dónde podrá llegar? ¿Podrá descifrar la totalidad de lo real? La fe en la razón comienza por asegurar su existencia, su unidad, su invariabilidad, y sigue por aumentar su fuerza. Importa justamente eso, su fuerza; su forma podrá cambiar, pasando de la voluntad de sistema –bajo el modelo geométrico o matemático, de Descartes a Leibniz– a una representación más dinámica y concreta, más física. Célebre es el dictum de Newton: hypotheses non fingo. Es que lo real está en sí mismo ordenado, y la razón ha de descubrir (que no imponerle) esa regla; la razón se torna positiva, fáctica: menos un “método” que una atenta escucha a la lógica de los acontecimientos. Sujeto y objeto alcanzan así encaje perfecto. Lo propio de este movimiento ilustrado es entonces la convicción de que lo real admite, exige y propicia una teoría. La naturaleza es dominable porque, en principio, es concebible. Es posible, merced al análisis, concebirla, pero no penetrar en su realidad profunda: “Habrá que renunciar a la esperanza”, escribe Cassirer, “de arrebatar jamás a las cosas su último secreto, de penetrar en el ser absoluto de la materia o del alma humana, pero en modo alguno se cierra para nosotros el ‘interior de la naturaleza’ si por tal entendemos su orden y legalidad empíricos. En este medio podemos asentarnos bien y viajar en todas direcciones. La fuerza de la razón humana no consiste en romper este círculo y encontrar un camino, una salida hacia el reino de lo trascendente, sino que nos enseña a medirlo íntegramente y a sentirnos albergados en él” . La razón se torna pragmática: no importa tocar el corazón de las cosas mientras ellas puedan obedecernos. La naturaleza se presenta a partir de ahí como un gigantesco autómata, como un engendro del Doctor Frankenstein: la verdad no se adquiere, la verdad se conquista. La ciencia y la filosofía se van edificando como un deseo de saber, con todos los armónicos libidinales que en cuanto tal comporta. La conexión de la Ilustración con la pedagogía es legendaria. Porque no se trata solamente de un método de descubrimiento o experimentación, sino de lo que después será llamada una concepción del mundo: en última instancia, materializar la consigna de un roi, une loi, une foi… Aunque para lograrlo sea imprescindible practicar una reducción universal que tenga por pivote la posibilidad de, primero, analizar (o descomponer) y, después, calcular. Y ello, inclusive en un modelo pluralista como el de Leibniz, donde las mónadas han dejado de ser abstracciones numéricas vacías e idénticas para dar acomodo a las fuerzas; un pluralismo de la fecundidad, de la afirmación de las diferencias. Ilustrada viene a ser, según Cassirer, esta confluencia de Descartes –lógica (atómica) de los conceptos claros y distintos, geometría, mecanicismo, principio de identidad– con Leibniz, que con su cálculo diferencial abre paso a un enfoque dinámico, organicista, evolutivo, continuo o fluido y armónico –y ello con independencia de que apenas haya sido conocido o comprendido en su siglo: Voltaire, con su Candide,y en tal tesitura más philosophe que filósofo (Whitehead) es una prueba fehaciente: “He visto cosas tan extraordinarias que nada se me hace extraordinario” (Voltaire, 1986: 36)–. Con esto somos llevados a aceptar que ha habido y hay muchas ilustraciones, pero, en lo fundamental, dos: una abstracta, comandada por Descartes, y otra concreta, encarnada –según el neokantiano– en Leibniz, “la primera (filosofía) que conquista, para lo individual, un derecho inalienable” (Cassirer: 49): el todo jamás ha sido una suma de partes, sino una expresión de fuerzas en las que el individuo es el todo mismo visto desde un ángulo específico. Un número, para la ilustración cartesiana; un pliegue, para la leibniziana. No será difícil, a este respecto, identificar la modalidad que se ha vuelto ignominiosamente imperante. Lógica de la identidad (matemática), lógica de la diferencia (de la fluctuación de fuerzas); entre ambas se cifra la potencia y la debilidad de la modernidad ilustrada (que por otro lado, según todas las evidencias, posee una notoria diversidad de rostros y facetas).

Referencias bibliográficas

  • Cassirer, Ernst (1997), La filosofía de la Ilustración, tr. E. Ímaz, Fondo de Cultura Económica, México.
  • Hume, David (2003), Historia natural de la religión, tr. C. Cogolludo, Trotta, Madrid.
  • La Mettrie, Julien Offray de (1962), El hombre máquina, tr. A. Cappeletti, EUDEBA, Buenos Aires.
  • Lichtenberg, Georg Christoph (2008), Aforismos, tr. J. del Solar, Edhasa, Barcelona.
  • Montesquieu, Charles Louis de Secondat, Barón de (2002), El espíritu de las leyes, tr. M. Blázquez, Tecnos, Madrid.
  • Pascal, Blaise (1986), Pensamientos, tr. J. Llansó, Alianza, Madrid.
  • Voltaire, François Marie Arouet (1986), Cándido. Zadig. El ingenuo. Micromegas. Memnón y otros cuentos, s/tr., Porrúa, México.
  • Voltaire, François Marie Arouet (2010), Poema sobre el desastre de Lisboa, en Obra Completa, tr. M. Domínguez, Gredos, Madrid.
  • Voltaire, François Marie Arouet (2014), Diccionario filosófico, tr. J. Areán Fernández y L. Martínez Drake, Gredos, Madrid.

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